El Principe Feliz
Oscar Wilde
El que no haya leido El Principe Feliz no conoce todavía lo que es un cuento. Cuando la buena literatura se junta con una mágnífica historia y un enorme corazón, sale una maravilla como este extraordinario relato.

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A la mañana siguiente, el alcalde se paseaba por la plaza con algunos de los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna levantó los ojos para admirar la estatua.

—¡Pero qué es esto! — dijo — ¡El Príncipe Feliz parece ahora un desharrapado!.

—¡Completamente desharrapado! —reiteraron los regidores; y subieron todos a examinarlo.

—El rubí de la espada se le ha caído, los ojos desaparecieron y ya no es dorado — dijo el alcalde —. En una palabra se ha transformado en un verdadero mendigo.

—¡Un verdadero mendigo! — repitieron los regidores.

—Y hay un pájaro muerto entre sus pies — siguió el alcalde —. Será necesario promulgar un decreto municipal que prohiba a los pájaros venirse a morir aquí.

El secretario municipal tomó nota dejando constancia de la idea.

Entonces mandaron a derribar la estatua del Príncipe Feliz.

—Como ya no es hermoso, no sirve para nada — explicó el profesor de Estética de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió al Municipio para decidir que harían con el metal.

—Podemos — propuso — hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

—Claro, la mía — dijeron los regidores cada uno a su vez.

Y se pusieron a discutir. La última vez que supe de ellos seguían discutiendo.

—¡Qué cosa más rara! — dijo el encargado de la fundición —. Este corazón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la basura.

Y lo tiraron al basurero donde también yacía el cuerpo de la golondrina muerta.

—Tráeme las dos cosas más hermosas que encuentres en esa ciudad — dijo Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

—Has elegido bien — sonrió Dios —. Porque en mi jardín del Paraíso esta avecilla cantará eternamente, y el Príncipe Feliz me alabará para siempre en mi Aurea Ciudad


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