El Principe Feliz
Oscar Wilde
El que no haya leido El Principe Feliz no conoce todavía lo que es un cuento. Cuando la buena literatura se junta con una mágnífica historia y un enorme corazón, sale una maravilla como este extraordinario relato.

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Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.

Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.

Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.

-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno!

Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.

Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!...

—Esta noche partiré para Egipto —se decía la golondrina y la idea la hacía sentirse muy contenta.

Luego visitó todos los monumentos públicos de la ciudad y descansó largo rato en el campanario de la iglesia.Los gorriones que la veían pasar comentaban entre ellos: “¡Qué extranjera tan distinguida!“.Cosa que a la golondrina la hacía feliz.

Cuando salió la luna volvió donde estaba a la estatua del Príncipe.

—¿Tienes algunos encargos que darme para Egipto? — le gritó —. Voy a partir ahora.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina — dijo el Príncipe —, ¿no te quedarías conmigo una noche más?.

—Los míos me están esperando en Egipto — contesto la golondrina —. Mañana, mis amigas van a volar seguramente hasta la segunda catarata del Nilo. Allí, entre las cañas, duerme el hipopótamo, y sobre una gran roca de granito se levanta el Dios Memnón. Durante todas las noches, él mira las estrellas toda la noche, y cuando brilla el lucero de la mañana, lanza un grito de alegría.Después se queda en silencio. Al mediodía, los leones bajan a beber a la orilla del río. Tienen los ojos verdes, y sus rugidos son más fuertes que el ruido de la catarata.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina — dijo el Príncipe —, allá abajo justo al otro lado de la ciudad, hay un muchacho en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa llena de papeles, y a su derecha, en un vaso, unas violetas están marchitándose. Tiene el pelo largo, castaño y rizado, y sus labios son rojos como granos de granada, y tiene los ojos anchos y soñadores. Está empeñado en terminar de escribir una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío. No hay fuego en la chimenea y el hambre lo tiene extenuado.

—Bueno, me quedaré otra noche aquí contigo — dijo la golondrina que de verdad tenía buen corazón —. ¿Hay que llevarle otro rubí?.

—¡Ay, no tengo más rubíes! — se lamentó el Príncipe—. Sin embargo aún me quedan mis ojos. Son dos rarísimos zafiros, traídos de la India hace mil años. Sácame uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, comprará pan y leña y podrá terminar de escribir su obra.

—Pero mi Príncipe querido — dijo la golondrina —, eso yo no lo puedo hacer

Y se puso a llorar


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