El Principe Feliz
Oscar Wilde
El que no haya leido El Principe Feliz no conoce todavía lo que es un cuento. Cuando la buena literatura se junta con una mágnífica historia y un enorme corazón, sale una maravilla como este extraordinario relato.

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—Me quedaré a tu lado para siempre —repitió la golondrina, durmiéndose entre los pies de la estatua.

Al otro día ella se posó en el hombro del Príncipe para contarle las cosas que había visto en los extraños países que visitaba durante sus migraciones.

Le describió los ibis rojos, que se posan en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le habló de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; le contó de los mercaderes que caminan lentamente al lado de sus camellos y llevan en sus manos rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; le refirió acerca de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y veinte sacerdotes la alimentan con pasteles de miel; y le contó también de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y que siempre están en guerra con las mariposas.

—Querida golondrina — dijo el Príncipe —, me cuentas cosas maravillosas, pero es más maravilloso todavía lo que pueden sufrir los hombres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela sobre mi ciudad, y vuelve a contarme todo lo que veas.

Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos que se regocijaban en sus soberbios palacios, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías, y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indiferencia las calles oscuras.

Bajo los arcos de un puente había dos muchachos acurrucados, uno en los brazos del otro para darse calor.

—¡Qué hambre tenemos! —decían.

—¡Fuera de ahí! les gritó un guardia, y los muchachos tuvieron que levantarse, y alejarse caminando bajo la lluvia.

Entonces la golondrina volvió donde el Príncipe, y le contó lo que había visto.

—Mi estatua esta recubierta de oro fino — le indicó el Príncipe—; sácalo lámina por lámina, y llévaselo a los pobres. Los hombres siempre creen que el oro podrá darles la felicidad.

Así, lámina a lámina, la golondrina fue sacando el oro, hasta que el Príncipe quedó oscuro. Y lámina a lámina fue distribuyendo el oro fino entre los pobres, y los rostros de algunos niños se pusieron sonrosados, y riendo jugaron por las calles de la ciudad.

—¡Ya, ahora tenemos pan! —gritaban.

Llegó la nieve, y después de la nieve llegó el hielo. Las calles brillaban de escarcha y parecían ríos de plata. Los carámbanos, como puñales, colgaban de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el río.

La pequeña golondrina tenía cada vez más frío pero no quería abandonar al Príncipe, lo quería demasiado. Vivía de las migajas del panadero, y trataba de abrigarse batiendo sus alitas sin cesar.

Una tarde comprendió que iba a morir, pero aún encontró fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.

—¡Adiós, mi querido Príncipe! — le murmuró al oído —.¿Me dejas que te bese la mano?.

—Me alegro que por fin te vayas a Egipto, golondrinita — le dijo el Príncipe —. Has pasado aquí demasiado tiempo. Pero no me beses en la mano, bésame en los labios porque te quiero mucho.

—No es a Egipto donde voy — repuso la golondrina —. Voy a la casa de la muerte. La muerte es hermana del sueño, ¿verdad?.

El avecita besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies. En ese mismo instante se escuchó un crujido ronco en el interior de la estatua, fue un ruido singular como si algo se hubiese hecho trizas. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Ciertamente hacía un frío terrible.


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