Empujó hacia mi compañero la gran lata de cigarrillos que tenía a su lado, sobre una mesa. Holmes extendió el brazo en ese mismo instante y entre los dos hicieron caer la caja al suelo.
Todos nos pasamos un par de minutos de rodillas, recogiendo cigarrillos de los sitios más impensables. Cuando por fin nos incorporamos, advertí que a Holmes le brillaban los ojos y que sus mejillas estaban teñidas de color. Sólo en los momentos críticos había yo visto ondear aquellas banderas de batalla.
-Sí - dijo -. Lo he resuelto.
Stanley Hopkins y yo lo miramos asombrados. En las demacradas facciones del viejo profesor se produjo un temblor que parecía vagamente una sonrisa burlona.
-¿De verdad? ¿En el jardín?
-No, aquí mismo.
-¿Aquí? ¿Cuándo?.
-En este preciso instante.
-¿Es una broma, señor Sherlock Holmes?. Me fuerza usted a decirle que este asunto es demasiado serio para tratarlo tan a la ligera.
-He forjado y puesto a prueba todos los eslabones de mi cadena, profesor Coram, y estoy seguro de que es sólida. Lo que aún no puedo decir es cuáles son sus motivos y qué papel exacto desempeña usted en este extraño asunto.Pero, probablemente, dentro de unos pocos minutos lo oiremos de su propia boca. Mientras tanto, voy a reconstruir para usted lo sucedido, de manera que sepa cuál es la información que aún me falta.
Ayer entró una mujer en su despacho. Vino con la intención de apoderarse de ciertos documentos que estaban guardados en su escritorio. Disponía de una llave propia. He tenido oportunidad de examinar la suya, y no presenta la ligera descoloración que habría producido la rozadura contra el barniz. Así pues, usted no participó en su entrada y, por lo que yo he podido interpretar, ella vino sin que usted lo supiese, con intención de robarle.
El profesor lanzó una nube de humo.