Aventura de las gafas de oro.

Arthur Conan Doyle

Página 11

-Bueno, bueno, ya lo verá usted por sí mismo. Y si no, no habrá pasado nada. Claro que siempre podemos volver a seguir la pista del óptico, pero hay que aprovechar los atajos cuando se puede. ¡Ah, aquí viene la buena de la señora Marker! Vamos a disfrutar de cinco minutos de instructiva conversación con ella.

Creo haber dicho ya en ocasiones anteriores que Holmes, cuando quería, podía portarse de un modo particularmente encantador con las mujeres y tardaba muy poco en ganarse su confianza. En la mitad del tiempo que había mencionado, ya se había ganado la simpatía del ama de llaves y estaba charlando con ella como si se conocieran desde hacía años.

-Sí, señor Holmes, tiene razón en lo que dice. Fuma de una manera terrible. Todo el día y, a veces, toda la noche. Si viera esa habitación algunas mañanas... Cualquiera se pensaría que es la niebla de Londres. También el pobre señor Smith fumaba, aunque no tanto como el profesor. Su salud..., bueno, la verdad es que no sé si fumar es bueno o malo para la salud.

-Desde luego, quita el apetito - dijo Holmes.

-Bueno, yo no sé nada de eso, señor

-Apuesto a que el profesor apenas come.

-Bueno, es variable. Es lo único que puedo decir.

-Estoy dispuesto a apostar a que esta mañana no ha desayunado; y después de todos los cigarrillos que le he visto consumir, dudo que toque la comida.

-Pues en eso se equivoca, señor, porque da la casualidad de que esta mañana ha desayunado más que nunca. No creo haberle visto jamás comer tanto. Y para comer ha encargado un buen plato de chuletas. Yo misma estoy sorprendida, porque desde que entré ayer en el despacho y vi al pobre señor Smith tirado en el suelo, no puedo ni mirar la comida. En fin, hay gente para todo y, desde luego, el profesor no ha dejado que eso le quite el apetito.

Nos pasamos toda la mañana en el jardín. Stanley Hopkins se había marchado al pueblo para verificar ciertos rumores acerca de una mujer forastera que unos niños habían visto en la carretera de Chatham la mañana anterior. En cuanto a mi amigo, toda su habitual energía parecía haberle abandonado. Jamás le había visto ocuparse de un caso de una manera tan desganada. Ni siquiera mostró signo alguno de interés ante las novedades que trajo Hopkins, que había localizado a los niños, los cuales habían visto, sin lugar a dudas, a una mujer que respondía exactamente a la descripción de Holmes y que llevaba gafas o lentes de algún tipo. Prestó algo más de atención cuando Susan, al servirnos la comida, nos comunicó espontáneamente que creía que el señor Smith había salido a dar un paseo la mañana anterior y que había regresado tan sólo media hora antes de que ocurriera la tragedia. A mí se me escapaba el significado de tal incidente, pero me di perfecta cuenta de que Holmes lo estaba incorporando al plan general que tenía trazado en el cerebro. De pronto, se levantó de su silla y consultó su reloj.

-Las dos en punto, caballeros - dijo -. Vamos a liquidar este asunto con nuestro amigo el profesor.

El anciano acababa de terminar de comer y, desde luego, su plato vacío daba testimonio del buen apetito que le había atribuido su ama de llaves. Presentaba un aspecto verdaderamente estrafalario cuando volvió hacia nosotros su blanca melena y sus ojos relucientes. En su boca ardía el sempiterno cigarrillo. Se había vestido y estaba sentado en una butaca junto a la chimenea.

-Y bien, señor Holmes, ¿ha resuelto ya este misterio?


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