Juanito
Juanito, sentado en la mesa camilla, ojeaba por séptima vez el cómic que se compró ayer sábado cuando, con su madre, volvía de casa de sus tíos.

Su pierna derecha seguía con su movimiento de péndulo haciendo que la naranja sanguina que apretaba ligeramente con el pie, fuera transformando su interior en el jugoso zumo que luego sorbería por un agujero practicado en la corteza.

Mortadelo y Filemón seguían haciendo de las suyas en las viñetas del cómic y Juanito se estaba aburriendo soberanamente. Maldecía a los padres de Mari Carmen, su amiga y compañera de juegos por haber elegido ese domingo para irse al pueblo a ver a los abuelos.

Se levantó, recogió la naranja y la dejó sobre la mesa sin darse cuenta de que había apretado un poco demasiado con el pie y tenía una pequeña rotura en la piel, suficiente para que una parte del zumo exprimido cayera sobre el cómic.

Irritado se dirigió al balcón y desde los cristales, contempló la calle. A sus trece años y medio las pequeñas contrariedades de la vida te parecen igual de enormes que las que muchos años después seguramente, el destino te deparará.

Maldijo, como había leído que hacían los piratas, a su triste vida. Todo eran infortunios; Mari Carmen se portaba ya, desde hacía algún tiempo, de manera distinta a como su compañera de juegos que conocía desde pequeño y él también comenzaba a verla como una señorita a sus quince años recién cumplidos. Quizás eso es lo que en las novelas se llama amor. Pero no son los mismos ojos los de un niño de trece que los de una jovencita de quince.

Estaba acostumbrado al ruido que hacían los tranvías por su calle pero ese día, sin saber el por que, le irritaban.

En la cocina oía a su madre fregar los platos. Era inútil el ir a pedirle consejo sobre lo que podía hacer, la respuesta ya la sabía, “sal a jugar un rato”. Eso estaba muy bien pero, ¿con quién?

La finca donde Juanito vivía era un pequeño edificio de dos plantas y en los bajos una tienda de comestibles y una carnicería.

Era un edificio muy antiguo, posiblemente de más de 100 años. Dos puertas en cada planta y una escalera de peldaños de piedra que ya estaban muy desgastados por el uso. En la puerta del patio, una aldaba que simulaba una mano sujetando una piedra y la cerradura con una cuerda atada que subía hasta los pisos para que, una vez identificado al que pudiera llamar, poder abrir sin tener que bajar la escalera.

Cansado de ver desde la puerta del balcón pasar los tranvías y de esperar a ver si alguien se resbalaba por la acera de enfrente de su casa, mojada por esa lluvia que apenas se nota pero que te va calando hasta los huesos aunque no te des cuenta.

De pronto se le ocurrió que quizás, al estar lloviendo, su amigo y vecino Andrés, estaría en casa. Con nuevas expectativas de diversión bajó a la puerta uno y llamó al timbre.

Llamó al timbre varias veces pero nadie contestó.Seguramente que Andrés habría salido temprano a jugar en el trinquete. ¡Qué día de perros! Ni tan siquiera podía ir a comprarse un paquete de porrat o cacaos. Volvería a leer el tebeo o jugaría a las canicas en solitario, intentando meter en el “gua”, para lo que le ayudaba un agujero que se había hecho en el suelo del comedor al haberse roto una esquina de uno de los ladrillos. ¡Chivas, tute, matute y gua!

Se decidió por el tebeo pero, una vez extendido en la mesa camilla, pensó seguir lamentándose de su suerte y apoyando los codos en la mesa recostó su cabeza en una mano y comenzó la complicada tarea de pensar.

Naturalmente sus pensamientos volaron a su amiga Mari Carmen. Pensó en las maneras en que le gustaría matar a sus padres que, precisamente este día en que no se podía salir por la lluvia, se les había ocurrido irse al pueblo.

Y tenía muchas cosas en las que pensar; las cosas ya no eran igual que hace uno o dos años. Era más aburrida y a él tampoco le gustaban las mismas. Ella actuaba como las aburridas chicas mayores, hacía tonterías. Antes se peleaban y no pasaba nada, ahora ya no quería y ni tan siquiera le permitía que le hiciera cosquillas con lo divertido que era. A él le seguía gustando pero de otra manera, desde que que le habían crecido las tetas era una antipática. Lo extraño es que a él también empezaba a notar otras cosas y lo que antes le producía risa, ahora notaba que su sexo reclamaba un espacio queriendo escapar.

Era curioso, pero sólo con pensar en ello notó que su pene se erguía desafiante. A lo mejor podía divertirse tocándolo. Era lo mismo que muchas mañanas cuando se despertaba, aunque distinto porque quería orinar y tenía que esperarse un poco a que volviera a su posición normal. Ahora no tenía ganas y podía investigar en el retrete mientras pensaba en Mari Carmen.