Aventura de las gafas de oro.

Arthur Conan Doyle

Página 14

Estaba cubierta de polvo y envuelta en telarañas que se habían desprendido de las paredes de su escondite. También su rostro estaba tiznado de suciedad, pero ni en las mejores condiciones habría sido hermoso, ya que presentaba exactamente todas las características físicas que Holmes había adivinado, con el añadido de una larga y obstinada mandíbula. A causa de su natural miopía, agravada por el súbito paso de las tinieblas a la luz, se había quedado como deslumbrada, parpadeando para tratar de distinguir dónde estábamos y quiénes éramos. Y sin embargo, a pesar de todos estos inconvenientes, había cierta nobleza en el porte de aquella mujer, cierta gallardía en su desafiante mandíbula y su cabeza erguida que despertaban algo de respeto y admiración. Stanley Hopkins le había puesto la mano sobre el brazo, declarándola detenida, pero ella le hizo a un lado, con suavidad pero con una dignidad tan dominante que imponía obediencia. El anciano se echó hacia atrás en su asiento, con el rostro crispado, y la miró con ojos afligidos.

-Sí, señores, estoy en sus manos - dijo-. Desde donde estaba he podido oírlo todo, y he comprendido que ha averiguado la verdad. Lo confieso todo. Yo maté a ese joven. Pero tiene usted razón al decir que fue un accidente. Ni siquiera me di cuenta de que había agarrado un cuchillo. Estaba desesperada y eché mano a lo primero que encontré sobre la mesa para golpearle y hacer que me soltara. Les estoy diciendo la verdad.

-Señora -dijo Holmes-, estoy seguro de que dice la verdad, pero me temo que usted no se encuentra bien.

El rostro de la mujer había adquirido un color espantoso, que las oscuras manchas de polvo hacían parecer aún más cadavérico. Fue a sentarse en el borde de la cama y reanudó su relato.

-Me queda poco tiempo aquí - dijo-, pero quiero que sepan ustedes toda la verdad. Soy la esposa de este hombre. Y él no es inglés: es ruso. Su nombre no se lo voy a decir.

Por primera vez el anciano pareció conmovido.

-¡Dios te bendiga, Anna! - exclamó-.¡Dios te bendiga!.

Ella lanzó una mirada de absoluto desdén en su dirección.

-¿Por qué sigues empeñado en aferrarte a esa vida miserable, Sergius? - dijo -. Una vida que ha causado daño a tantas personas sin beneficiar a ninguna..., ni siquiera a ti. Sin embargo, no es asunto mío romper ese frágil hilo antes del momento que Dios decida. Ya he cargado con bastante peso sobre mi conciencia desde que atravesé el umbral de esta maldita casa. Pero tengo que hablar antes de que sea demasiado tarde.

Como he dicho, caballeros, soy la esposa de este hombre. Cuando nos casamos, él tenía cincuenta años y yo era una alocada muchacha de veinte. Estábamos en una ciudad de Rusia, en una universidad...; pero no voy a decir dónde.

-¡Dios te bendiga, Anna! - murmuró de nuevo el anciano.


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