Pequeñas historias


Los cántaros.

Para mentes inquietas.

Cuenta que, hace muchos años, habían dos pequeños pueblos vecinos. Distaban apenas tres o cuatro kilómetros el uno del otro y, justo en medio, había una fuente de la que se surtían las dos poblaciones.

En este lugar se reunían las muchachas de estos pueblos y algunos más lejanos, para llenar sus cántaros de agua, comentar sus historias y chismorrear sobre los acontecimientos de sus respectivas aldeas y presumir de tener los hombres más fuertes y aguerridos que ganarían, según ellas, los próximos juegos en las cercanas contiendas gimnásticas.

Una tarde cuando ya el sol se ocultaba tras el horizonte y la tarde se carga de esa frescura con aromas de tomillo y romero, se reunieron varias muchachas con sus cántaros y una anciana mora que, puesto que su edad distaba mucho de la de las jóvenes, permanecía apartada sin entrar en las conversaciones de las jóvenes, esperando su turno de llenar el cántaro.

-¿Cómo estás Elena?- Preguntó una linda muchacha a otra no menos linda.

-Muy bien Nike. Sabrás que mi familia me ha presentado a un joven de la aldea Spiros y es ciertamente hermoso y fuerte. El solo es capaz de levantar un cántaro de los grandes en cada mano, ¡por supuesto llenos de aceite!

-Yo también tengo novedades Elena, también mis padres han apalabrado mi matrimonio con un hermoso joven de Barián. Le conocí el otro día y sus músculos relucían al sol de la mañana haciéndome cerrar los ojos. El también me han dicho que es capaz de levantar un cántaro grande lleno de aceite en cada mano.

-Estoy segura de que mi amado, por conseguirme sería capaz de llegar a levantar dos cántaros de aceite en cada mano.

-No lo dudo, también al mío, para demostrarme su amor, le pediré que realice alguna proeza que ponga en juego toda su fuerza y bravura.

-Anciana -llamó Nike- ¿Qué opinas de nuestros amados? ¿Verdad que tenemos suerte entre las mujeres de contar con futuros esposos tan fuertes y aguerridos?

-Desde luego muchachas, -dijo la anciana - tenéis mucha suerte. Pero yo la tuve mucho mejor que vosotras, pues mi esposo todavía es capaz, después de tantos años, de traerme dos cántaros de aceite en cada mano si se lo pido.

-¡No es posible anciana! Debes de tener por lo menos ochenta años y si tu esposo es de tu edad, es imposible que pueda competir con nuestros amados.

-Eso lo podéis comprobar con facilidad muchachas -contestó la anciana- vivo en una casita que está a poca distancia de aquí por aquel camino, acompañadme y veréis si tengo razón.

Las tres mujeres, emprendieron el camino hacia la casa de la anciana que no distaba mas de seiscientos metros de la fuente.

La casa a la que se dirigieron estaba, como dijo la anciana, a poco más de diez minutos de la fuente y el camino, que atravesaba un huerto muy bien cuidado, desembocaba en un precioso jardín que invitaba a sentarse en dos hermosos bancos de piedra. La anciana, cansada a pesar del poco recorrido efectuado, se sentó en uno de ellos a la sombra de una imponente higuera.

-Marido -llamó- sal un momento a conocer a dos buenas amigas pero, por favor, tráeme dos cántaros de aceite, pues quiero regalar uno a cada una de ellas.

Se oyeron unos pasos dentro de la casa y a poco se abrió la puerta saliendo un anciano que, con paso vacilante, llevaba un pequeño cántaro en cada una de sus manos.

-Pero -exclamaron las muchachas- esos cántaros son muy pequeños, así es normal que los pueda llevar. ¿Que te demuestra con esa pequeña carga?

-Él demuestra que me ama -dijo la anciana- pues cumple mis deseos y yo le demuestro que le amo, pues no le pido que lleve mas carga de la que buenamente puede soportar.