Emocionados por tanta amabilidad los esposos ofrecieron al Señor una silla de brazos. ¡Qué silla, hijos míos! Ancha, cómoda, de algarrobo fuerte, y con un asiento de trencilla de esparto del más fino, como la pueda tener el cura del pueblo.
El Señor arrellanado muy a su gusto, se enteraba de los negocios de Adán, de lo mucho que le costaba ganar el sustento de los suyos.
-Bien, muy bien -decía-. Esto te enseñará a no aceptar los consejos de tu mujer.
¿Creías que todo iba a ser la sopa boba del Paraíso? Rabia, hijo mío; trabaja y suda; así aprenderás a no atreverte con tus mayores.
Pero el Señor, arrepentido de su rudeza, añadió con tono bondadoso:
-Lo hecho, hecho está, y mi maldición debe cumplirse. Yo sólo tengo una palabra.
Pero ya que he entrado en vuestra casa, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi bondad. A ver, Eva: acércame esos chicos.
Los tres arrapiezos formaron en fila frente al Todopoderoso, que los examinó atentamente un buen rato.
-Tú -dijo al primero, un gordiflón muy serio, que le escuchaba con las cejas fruncidas y un dedo en la nariz-, tú serás el encargado de juzgar a tus semejantes.
Fabricarás la ley, dirás lo que es delito, cambiando cada siglo de opinión, y someterás todos los delincuentes a una misma regla, que es como si a todos los enfermos los curasen con el mismo medicamento.
Después señaló al otro, un morenito vivaracho, siempre con un palo para sacudir a sus hermanos.
-Tú serás un guerrero, un caudillo. Llevarás tras de ti a los hombres como el rebaño que marcha al matadero, y, sin embargo, te reclamarán: la gente, al verte cubierto de sangre, te admirará como un semidiós. Si los otros matan, serán criminales; si tú matas, serás héroe. Inunda de sangre los campos, pasa los pueblos a hierro y fuego, destruye, mata, y te cantarán los poetas y escribirán tus hazañas los historiadores. Los que sin ser tú hagan lo mismo, arrastrarán cadenas.
Reflexionó el Señor un momento, y se dirigió al tercero.
-Tú acapararás las riquezas del mundo, serás comerciante, prestarás dinero a los reyes, tratándolos como iguales, y si arruinas a todo un pueblo, el mundo entero admirará tu habilidad.
El pobre Adán lloraba de agradecimiento, mientras Eva, inquieta y temblorosa, intentaba decir algo, si decidirse a ello. En su corazón de madre se agitaba el remordimiento; pensaba en los pobrecitos encerrados en el establo que iban a quedar excluídos del reparto de mercedes.
-Voy a enseñárselos -decía por lo bajo a su marido.
Y éste, tímido siempre, se oponía murmurando:
-Sería demasiado atrevimiento. Se enfadará el Señor.
Justamente, el arcángel Miguel, que había venido de mala gana a la casa de aquellos réprobos, daba prisas a su Amo.
-Señor, que es tarde.
El Señor se levantó; la escolta de arcángeles, bajando de los árboles, acudió corriendo para presentar armas a la salida.
Eva, impulsada por su remordimiento, corrió al establo, abriendo la puerta.
-Señor, que aún quedan más. Algo para estos pobrecitos.
El Todopoderoso miró con extrañeza aquella caterva sucia y asquerosa que se agitaba en el estiércol como un motón de gusanos.
-Nada me queda que dar –dijo -. Sus hermanos se lo han llevado todo. Ya pensaré, mujer; ya veremos más adelante.
San Miguel empujaba a Eva para que no importunase mas al Amo; pero ella seguía suplicando:
-Algo, Señor; dadles cualquier cosa. ¿Qué van a hacer estos pobres en el mundo?
El Señor deseaba irse, y salió de la masía.
-Ya tienen destino –dijo a la madre. Estos se encargarían de servir y mantener a otros.
-Y de aquellos infelices –terminó el viejo segador-, que nuestra primera madre ocultó en el establo, descendemos nosotros que vivimos sobre la tierra.