Pequeños cuentos


Las manzanas.

Para mentes inquietas.

Había una vez un anciano filósofo, llamado Fidón, de ascética moral y santas costumbres, que vivía en una pequeña choza de un apartado pueblo de la Tesalia. El santo varón no tenía en su vida mas que una debilidad, la fruta.

Sus ojos no miraban con deseo a las tiernas y lozanas mozas de pueblo, pero se deleitaban haciéndosele la boca agua cuando pasaban las muchachas con las cestas de tiernos frutos en las manos.

Lindaba con la choza el jardín de un labrador muy rico, el cual, tenía plantado, junto a la valla divisoria, un manzano al que jamas recordaba el anciano haberle visto fruto alguno. Tan solo, en los años de gran bonanza, unos tiernos recuerdos de florecillas que se marchitaban sin llegar a su sabroso final.

Muchas veces contemplaba Fidón el triste y estéril frutal, del cual, el parco labrador ya no se acordaba, pues tenía otros sanos y hermosos en sus campos que le ofrendaban sus frutos rojos y dorados.

Tenían practicada en la valla una puertecilla por la que pasaba la mujer del labrador algunas veces a hacer la limpieza en la choza y el buen filósofo para pasear por el jardín de su vecino.

Enfermó el labrador un invierno y tuvieron que llevarlo a casa de su hermano, cerca de Atenas, con el fin de que recuperara sus menguadas fuerzas, con lo que el jardín quedó huérfano de cuidados y sediento de trabajo pues, los esclavos del labrador, solo recibieron ordenes de cuidar los campos.

Preocupábase Fidón por el estado en que el jardín podría encontrarse en unos meses, si alguien no se hacía cargo de regar sus sedientas tierras y empezó a pasar para trabajarlo, cosa que cada día hacía con mas gusto.

Especial cuidado ponía nuestro hombre en el manzano, al que tenía gran cariño y al que regaba, podaba y mimaba, cual si de su alma solitaria se tratase.

Quizás por los solícitos cuidados, quizás por que la planta consiguiera captar el amor que por ella sentía el filósofo, florecieron sus ramas, enderezándose al sol y sus hojas, antes ajadas y marchitas, se tornaron de un verde luminoso.

Ante esta transformación, acrecentáronse todavía mas los cuidados hacia el árbol, haciendo que de cada una de sus flores surgiera un fruto, rojo, hinchado, cargado de deliciosa pulpa, que resplandecía ante los rayos del sol, incitando al goloso anciano que veía crecer su apetito al tiempo que los frutos maduraban.

Cada día sufría nuestro buen Fidón, la tentación de comer los frutos del árbol y cada día su rígida moral le impedía llevarlo a cabo, pensando que no eran suyas las deliciosas manzanas y que su vecino vendría pronto, con lo que recogería la maravillosa cosecha.

Y pasaron los días, los rojizos frutos se tornaron oscuros, su piel tersa y limpia fue marchitándose poco a poco y podridos y ajados fueron cayendo al suelo, donde sirvieron de presa a pájaros y alimañas.

Con la llegada del otoño, el labrador tornó a su hogar, bajó con cuidado de su carreta, dirigió una mirada a sus campos, saludó superficialmente a su vecino el filósofo y entró en su casa.