Biblioteca: Historias

Cuentos y chismes de Mesxicotet

Pili, la hija de Simeón "el colmenero" entró corriendo al comedor de la abuela Manuela. Sus ojos estaban plagados de lágrimas.

-¡Abuela, abuela, he reñido con mi novio! -dijo entre sollozos la muchacha sin tan siquiera darse cuenta de que yo estaba sentado en un sillón.

-¿Me puedes decir el por que? -le preguntó mientras con un pequeño pañuelo que había sacado de un bolsillo, le secaba una lágrima.

-¡Es un idiota! Le he pedido que el sábado me lleve a Castellón y me dice que no porque tiene que hacer un trabajo con su padre. No me quiere.

-Bueno, bueno, Pili. Voy a contarte un cuento y dime si te sirve para tu problema.

Y la abuela Manuela empezó a contarle este cuento mientras le acariciaba los cabello a la niña reclinada en su regazo.


Los cántaros

Cuenta que, hace muchos años, habían dos pequeños pueblos vecinos. Distaban apenas tres o cuatro kilómetros el uno del otro y, justo en medio, había una fuente de la que se surtían las dos poblaciones.

En este lugar se reunían las muchachas de estos pueblos y algunos más lejanos, para llenar sus cántaros de agua, comentar sus historias y chismorrear sobre los acontecimientos de sus respectivas aldeas y presumir de tener los hombres más fuertes y aguerridos que ganarían, según ellas, los próximos juegos en las cercanas contiendas gimnásticas.

Una tarde cuando ya el sol se ocultaba tras el horizonte y la tarde se carga de esa frescura con aromas de tomillo y romero, se reunieron varias muchachas con sus cántaros y una anciana mora que, puesto que su edad distaba mucho de la de las jóvenes, permanecía apartada sin entrar en las conversaciones de las jóvenes, esperando su turno de llenar el cántaro.

Nike-¿Cómo estás Elena?- Preguntó una linda muchacha a otra no menos linda.

-Muy bien Nike. Sabrás que mi familia me ha presentado a un joven de la aldea Spiros y es ciertamente hermoso y fuerte. El solo es capaz de levantar un cántaro de los grandes en cada mano, ¡por supuesto llenos de aceite!

-Yo también tengo novedades Elena, también mis padres han apalabrado mi matrimonio con un hermoso joven de Barián. Le conocí el otro día y sus músculos relucían al sol de la mañana haciéndome cerrar los ojos. El también me han dicho que es capaz de levantar un cántaro grande lleno de aceite en cada mano.

-Estoy segura de que mi amado, por conseguirme sería capaz de llegar a levantar dos cántaros de aceite en cada mano.

-No lo dudo, también al mío, para demostrarme su amor, le pediré que realice alguna proeza que ponga en juego toda su fuerza y bravura.

-Anciana -llamó Nike- ¿Qué opinas de nuestros amados? ¿Verdad que tenemos suerte entre las mujeres de contar con futuros esposos tan fuertes y aguerridos?

-Desde luego muchachas, -dijo la anciana - tenéis mucha suerte. Pero yo la tuve mucho mejor que vosotras, pues mi esposo todavía es capaz, después de tantos años, de traerme dos cántaros de aceite en cada mano si se lo pido.

-¡No es posible anciana! Debes de tener por lo menos ochenta años y si tu esposo es de tu edad, es imposible que pueda competir con nuestros amados.

-Eso lo podéis comprobar con facilidad muchachas -contestó la anciana- vivo en una casita que está a poca distancia de aquí por aquel camino, acompañadme y veréis si tengo razón.

Las tres mujeres, emprendieron el camino hacia la casa de la anciana que no distaba mas de seiscientos metros de la fuente.

La casa a la que se dirigieron estaba, como dijo la anciana, a poco más de diez minutos de la fuente y el camino, que atravesaba un huerto muy bien cuidado, desembocaba en un precioso jardín que invitaba a sentarse en dos hermosos bancos de piedra. La anciana, cansada a pesar del poco recorrido efectuado, se sentó en uno de ellos a la sombra de una imponente higuera.

-Marido -llamó- sal un momento a conocer a dos buenas amigas pero, por favor, tráeme dos cántaros de aceite, pues quiero regalar uno a cada una de ellas.

Se oyeron unos pasos dentro de la casa y a poco se abrió la puerta saliendo un anciano que, con paso vacilante, llevaba un pequeño cántaro en cada una de sus manos.

-Pero -exclamaron las muchachas- esos cántaros son muy pequeños, así es normal que los pueda llevar. ¿Que te demuestra con esa pequeña carga?

-Él demuestra que me ama -dijo la anciana- pues cumple mis deseos y yo le demuestro que le amo, pues no le pido que lleve mas carga de la que buenamente puede soportar.


Entiendo que el cuento si que le sirvió a Pili porque hace ya dos años que se casaron y tienen una niña preciosa.


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Crónicas de Mesxicotet

Estamos en 1950. La guerra hace tiempo que terminó pero las últimas consecuencias de una guerra fratricida todavía llena las cárceles de España. También las de Valencia. La de San Miguel de los Reyes, la Modelo. Miles de ciudadanos se agolpan en el Interior de sus muros a la espera de sentencia. En la mayoría de los casos su única culpa ha sido militar en el bando perdedor o tener algún vecino envidioso. Algunos pronto saldrán, otros deberán cumplir algunos años de privación de su libertad, pero otros solo saldrán dentro de una caja de pino.

Y allí, en la ciudad del Turia comienza esta historia. Son historias de un barrio de manos del hilo conductor de una familia. Muchas familias tendrán también muchas cosas que contar, buenas y malas, grandes, pequeñas, y que pensamos que no deberían perderse porque forman parte de la historia. En el número 90 de esta calle (actualmente 92) vive la familia Oltra.


Pepita, a sus quince años y con cuatro años más, comprendía mucho mejor la situación que se creaba con la muerte de su padre. Desde el comedor sólo llegaba el silencio alterado, de vez en cuando, por los sollozos de Paca, la madrastra de su padre; la única abuela que había conocido por que la madre de su padre había muerto al poco tiempo de nacer este. Pero la «iaia» Paca se había comportado siempre como una verdadera madre con su padre y como una abuela muy cariñosa y buena para ella.

Pepita se levantó y fue al comedor. Su abuela la vio llegar y le abrió los brazos en los que la adolescente se refugió sintiendo cómo le acariciaba sus cabellos mientras la consolaba.

-Plora, plora xiqueta, pobreta meua. Açi tens a la iaia, al iaio, i a tots. Mai estareu a soles filla meua (2)

Un asomo de rabia la hizo abandonar los brazos de la «iaia» y dirigiéndose al balcón, lo abrió y cogiendo la toalla de cuadros rojos tendida, la arrancó de un tirón con rabia y la lanzó al suelo de la sala. Cualquiera, que no estuviera al tanto, nunca podría comprender esa reacción porque, dependiendo de donde estuviera tendida la toalla, era la señal que le indicaba a cualquier «maquis» llegado de las montañas que había peligro, o no, en subir a la casa. Ya no hacía falta, ya no podrían traerle más noticias de su padre ni esperar nada de él.

En la sala había un escritorio debajo del cual tenía su cama, que se limitaba a un colchón en el suelo. En él se refugió encogiendo su cuerpo que ya mostraba todos los encantos de su adolescencia. Allí se tumbó y soñó sin necesidad de dormir.


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