Biblioteca: Historias

Gitano

CUANDO yo nací mi familia se componía de tres miembros: mamá, papá y Gitano. Antes de que cumpliera un día de vida pasé a ser responsabilidad exclusiva del perro. Este no pertenecía a ninguna raza definida, era de edad mediana y de costumbres arraigadas.

Mamá podía dejarme en mi cochecito en cualquier rincón del patio con la seguridad de que nadie podría acercarse.

Cuando aprendí a andar, Gitano vigilaba mis expediciones, a las que había fijado ciertos límites de seguridad. Cuando yo trataba de cruzar esos límites, me agarraba de una mano con la boca en forma suave, aunque firme, y me obligaba a retroceder. Después que vi la primera película del Oeste le compliqué la vida, pues se me antojó hacer de él un caballo. Era el amigo más bueno y comprensivo que jamás niño alguno tuvo.

Cuando entré en el colegio, Gitano tuvo más tiempo libre y me imagino que comenzó a pensar en sí mismo hasta llegar a la conclusión de que se estaba haciendo viejo. Se le fue acortando la vista y perdió la alegría de vivir. Mis padres pasaron por alto el consejo del veterinario de que le hicieran dormir para siempre. Estaban de acuerdo en que era lo mejor, pero no se decidían, pues estaban tan encariñados con él como yo.

Un domingo de otoño nos metimos en nuestro viejo automóvil para dirigirnos al sitio donde a papá le gustaba cazar conejos con Gitano. Yo no noté nada extraño hasta que le oí decir a mamá : "Es mejor que sea así, James."

Papá exhaló un profundo suspiro y no le contestó. Estas cacerías constituían siempre una especie de fiesta, pero aquel día mi padre no hizo broma alguna. Al bajarse Gitano del auto, mamá le dio unas palmaditas cariñosas en la cabeza; acto seguido abrió el libro que llevaba y se enfrascó en su lectura. Mi padre se adentró en la maleza sin volver la cabeza ni hacer señas. Como de costumbre, Gitano se fue tras él.

Al rato oímos el primer disparo.

— ¡Caramba! Papá debe haber visto algo—dije a mi madre. Ella se limitó a asentir con la cabeza y, sin despegar los ojos del libro, se sonó las narices. Yo no podía entender por qué leía esos libros que le hacían llorar.

— ¡Oh, Dios mío!

La voz de mamá me asustó. Miré en derredor; Gitano trotaba de vuelta hacia nosotros.

— ¿Qué sucede, mamá? ¡Si es Gitano!

Al llegar a unos tres metros del coche, el perro se detuvo. Debajo de la cadera pudimos ver una mancha roja que se iba agrandando. —Mira, mamá, ¡está herido!

Nos dispusimos a bajar del auto, pero Gitano mostró los colmillos y gruñó, como si fuéramos sus más encarnizados enemigos. Mamá me obligó a permanecer dentro del vehículo.

— ¿Qué le pasa?—pregunté—. No quiere que le ayudemos. Ella me miró y cogiéndome la mano me respondió:

—Gitano está muy viejo y a veces los perros viejos enloquecen un poco.

Entonces papá llegó corriendo por entre los matorrales. Al ver al perro se detuvo. Gitano se volvió hacia él, ladrando y gruñendo.

— ¡En el nombre de Dios!—exclamó mi padre—. ¿Qué he hecho? Quería acabar con él sin hacerlo sufrir, pero no podía verlo... Las lágrimas me lo impedían.

—Lo sé, querido, lo sé—interrumpió mamá con dulzura—; pero Gitano no nos permite que le ayudemos, así es que tendrás que...

Papá no contestó. Trató de acercarse al coche por el otro costado, pero el perro se lo impidió. No dejaba que nosotros nos apeáramos ni que papá subiera.

Mi padre se agachó y empezó a hablarle con suavidad, tratando de engatusarlo para que se alejara del auto. Gitano meneó la cola, ladeó la cabeza y ladró a algo que parecía haber debajo del automóvil. Papá se quedó con la boca abierta y su cara reflejó la expresión más extraña.

— ¡Bravo, Gitano'.—exclamó entusiasmado—. Ya veo, ven acá. Gitano corrió hacia él; papá apuntó con la escopeta y disparó contra lo que había debajo del coche.

Todavía conservo los dieciséis cascabeles que papá le sacó al crótalo. Los guardo para tener siempre presente que las cosas no son lo que parecen.

Mamá condujo el coche de vuelta al pueblo, mientras mi padre llevaba a Gitano sobre sus rodillas. El veterinario le curó la herida y en una semana quedó como nuevo. Desde entonces prefirió estar con papá, como para demostrarle que se daba cuenta de lo sucedido y que lo perdonaba. Papá me explicó que no por ello el perro me quería menos a mí, sino que se sentía más a gusto con un hombre de su misma edad.

Gitano vivió con nosotros otro año, al cabo del cual nos abandonó una noche silenciosamente mientras dormía. Lo enterramos bajo el árbol donde habíamos jugado los dos cuando yo era niño.

Nos han mandado este artículo. Fué publicado en el año 1965 con lo que algunos aspectos seguramente no serán exactamente iguales hoy en día, aunque tenemos constacia de que la gran mayoría todavía está vigente. Fué escrito por Erik James Martin y entendemos que el que alabemos este artículo, no perjudica a nadie, antes al contrario. Nos obstante, si su autor o poseedores de algún registro se sintieran perjudicados, les rogamos nos lo indicaran. Gracias.


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Recomendar: Un libro

Estamos en 1950. La guerra hace tiempo que terminó pero las últimas consecuencias de una guerra fratricida todavía llena las cárceles de España. También las de Valencia. La de San Miguel de los Reyes, la Modelo. Miles de ciudadanos se agolpan en el Interior de sus muros a la espera de sentencia. En la mayoría de los casos su única culpa ha sido militar en el bando perdedor o tener algún vecino envidioso. Algunos pronto saldrán, otros deberán cumplir algunos años de privación de su libertad, pero otros solo saldrán dentro de una caja de pino.

Y allí, en la ciudad del Turia comienza esta historia. Son historias de un barrio de manos del hilo conductor de una familia. Muchas familias tendrán también muchas cosas que contar, buenas y malas, grandes, pequeñas, y que pensamos que no deberían perderse porque forman parte de la historia. En el número 90 de esta calle (actualmente 92) vive la familia Oltra.


Pepita, a sus quince años y con cuatro años más, comprendía mucho mejor la situación que se creaba con la muerte de su padre. Desde el comedor sólo llegaba el silencio alterado, de vez en cuando, por los sollozos de Paca, la madrastra de su padre; la única abuela que había conocido por que la madre de su padre había muerto al poco tiempo de nacer este. Pero la «iaia» Paca se había comportado siempre como una verdadera madre con su padre y como una abuela muy cariñosa y buena para ella.

Pepita se levantó y fue al comedor. Su abuela la vio llegar y le abrió los brazos en los que la adolescente se refugió sintiendo cómo le acariciaba sus cabellos mientras la consolaba.

-Plora, plora xiqueta, pobreta meua. Açi tens a la iaia, al iaio, i a tots. Mai estareu a soles filla meua (2)

Un asomo de rabia la hizo abandonar los brazos de la «iaia» y dirigiéndose al balcón, lo abrió y cogiendo la toalla de cuadros rojos tendida, la arrancó de un tirón con rabia y la lanzó al suelo de la sala. Cualquiera, que no estuviera al tanto, nunca podría comprender esa reacción porque, dependiendo de donde estuviera tendida la toalla, era la señal que le indicaba a cualquier «maquis» llegado de las montañas que había peligro, o no, en subir a la casa. Ya no hacía falta, ya no podrían traerle más noticias de su padre ni esperar nada de él.

En la sala había un escritorio debajo del cual tenía su cama, que se limitaba a un colchón en el suelo. En él se refugió encogiendo su cuerpo que ya mostraba todos los encantos de su adolescencia. Allí se tumbó y soñó sin necesidad de dormir.


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